viernes, 16 de enero de 2015

Viaje a Porto Santo en velero. Censo de mar.



El cielo está color panza de burro y no se adivina dónde está el sol. El mar se agita con un brillo aceitoso, como plomo fundido. Miro a mi alrededor y no veo más que el perfil cambiante de las olas que se agitan con crestas de espuma.

El bamboleo y os golpes de las olas son tan fuertes que el skipper Marc se levanta y quita el piloto automático para enfrentar las olas con un movimiento de zig zag. Yo siento que el desayuno se levanta como las olas que nos golpean, salpicándome la cara con una lluvia fina que me empaña las gafas. Estamos doblando la punta de San Lorenzo, en dirección a Porto Santo. Las olas crecen y comienzan a hacerse cada vez más violentas. Hace mucho viento y Marc arría las velas. El agua está tan revuelta que no puede saberse de donde vienen las olas; da la sensación de que nos atacan por todas partes.

Mapa de Madeira, Porto Santo e Islas Desertas
Fuente: Wikimedia
En algún momento a la altura de la Punta de San Lorenzo empiezo a vomitar. Menos mal que encuentro un lugar a sotavento para no provocar una desgracia. Vomito tantas veces en las siguientes 5 horas y 40 kilómetros que pierdo la cuenta, y la noción del tiempo. Es una pesadilla. No hay ningún lugar estable, ni se ve tierra delante de nosotros, hay demasiada neblina. Cada vez que me inclino sobre la baranda del velero parece que va a ser la última, que después me encontraré mejor; pero lo que realmente ocurre es que me derrumbo sin fuerzas a un lado del timón y caigo en un sopor en el que sueños extraños y pensamientos se mezclan con la música de la radio y los chapoteos del barco. Desvarío y sueño cosas sin sentido. Mientras, Cátia tiene que hacer todo el trabajo; yo no me encuentro en condiciones de censar nada ni de apuntar en el registro. Por suerte, en enero no hay mucha actividad animal en pleno mar. 

Ilhéu do Farol, en la Punta de San Lorenzo.

Comienzo a tiritar de manera incontrolable. A pesar de que llevo un pantalón de invierno y unas mallas debajo del peto del traje de mar, y camisetas térmicas y polar bajo la chaqueta del traje de mar, no puedo escapar del frío. Entrar a la calidez del camarote significaría un camino demasiado largo para la próxima vomitona, y más mareo. Me calo bien el gorro y la capucha de la chaqueta, pero en cuanto me subo el pañuelo a la altura de la boca me vuelven a dar náuseas. Así que tengo que soportar el frío si no quiero echar los higadillos, porque a esas alturas no me queda nada dentro. 

Llegamos al puerto de Porto Santo y amarramos. Allí el mar estaba más protegido y empecé a sentirme mejor. Un rato después estaba comiendo tranquilamente y bebiendo, casi como si no hubiera pasado nada.

Paseamos por la ciudad de Porto Santo. A estas alturas del año no hay mucha animación, pero un par de bares a los que nos llevaron los amigos de Cátia estaban muy bien. Marc nos acompañó y lo pasamos estupendamente. Parecía mentira que unas horas antes estaba deseando morirme. 

Al día siguiente amaneció con una ligera capa de nubes que se fue diluyendo a lo largo del día. El mar había mejorado muchísimo, y después de un buen desayuno estuve perfectamente. Nos turnamos cada 3 horas para alternarnos con el censo y mientras una oteaba el horizonte la otra descansaba los ojos con el agradable meneique del velero. 

Justo cuando se me ocurrió entrar en el camarote, escuché que Cátia me llamaba. 

-¡Golfinhos! 

Agarré la cámara y salí rápidamente, a tiempo de ver cómo cuatro delfines mulares (Tursiops truncatus) chapoteaban a ambos lados del velero. Era la primera vez en mi vida que veía delfines en libertad. ¡Fue espectacular!

En el velero era increíblemente difícil pillar a uno de los delfines saltando, entre el movimiento del barco y lo imprevisibles y rápidos que eran. 
Poco después vimos una pequeña tortuga verde (Chelonia mydas) muy cerca de la superficie, tomando el sol, y vi saltar un pequeño delfín pintado (Stenella frontalis) cerca de la popa. Pero apenas vimos aves hasta que no nos acercamos a tierra. 


Terminamos de dar la vuelta a Porto Santo y nos dirigimos a Madeira. Esta vez, gracias a que estaba la marea alta, pudimos atravesar por el canal entre los islotes de Desembarcadouro y Farol, evitando las horribles corrientes del extremo de la Punta de San Lorenzo, para dirigirnos a nuestro destino, la Quinta do Lorde, un puerto cercano. 

Volví a ver el islote en el que había vivido cinco días hacía unas semanas pero desde otra perspectiva, a nivel del mar, que me encantó, y saludé al islote Bartolo. 



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