jueves, 13 de octubre de 2011

Entre Martines y Martas. Ruta baja de los Molinos del Almonte.

 Entre Martines y Martas. 

Nueva ruta, esta vez por las Extremaduras indómitas, esas Extremaduras aún por explorar, y que conservan la belleza de las cosas salvajes, una belleza fuerte y desgarradora que inunda el alma del explorador y conmueve lo más profundo. Creo que algo así tuvieron que sentir los grandes descubridores de América.

Esta vez, nos internamos aguas abajo en el río Almonte, Aldeacentenera, en busca de las raíces de un amigo de esta zona.  En busca del molino que fue de su abuelo, y donde se crió su madre no hace tanto.

Capítulo 1.  El Río Almonte.

Hicimos un pequeño esfuerzo y nos levantamos al amanecer, para no llegar muy tarde al río Almonte, en su paso bajo el puente nuevo. Dejamos el coche en el apartadero, en la margen izquierda, cerca del antiguo vado y echamos a andar junto a la corriente, río abajo.

Río Almonte, tempranito por la mañana

Primero tuvimos que buscar un lugar entre los rollos del río para poder cruzar, ya que la primera parte de la ruta transcurre por la margen derecha. A todo  esto, no hay indicaciones ni nada: sólo seguimos las rutas abiertas por el ganado y los pescadores, que son los únicos pobladores de estas zonas.

Justo cuando alcanzábamos la otra orilla, vimos nuestra primera pareja de  martín pescador (Alcedo attis) volando con su brillante plumaje verde esmeralda a la pálida luz de la mañana brumosa.

Lo sé, es pequeña y borrosa... pero estos bichos corren que se las pelan

Andábamos despacio,con cuidado de no levantar la voz, y observábamos los primeros petirrojos (Eritacus rubecula) de la temporada que deben de acabar de llegar. Estos migradores vienen del norte a pasar el invierno en nuestras dehesas, y a ponerse gorditos y prepararse para la crianza. Los petirrojos se cruzan con los papamoscas cerrojillos (Ficedula hipoleuca) que bajan al sur huyendo de nuestros fríos invernales. No pude afotar al petirrojo que no dejaba de marcar nuestra posición con su canto aflautado.

Papamoscas cerrojillo (fijaos en la mancha característica)

Tarabilla adormilada
 A la altura de la primera pesquera, donde se divide el río para desviar un cauce de agua para el molino, una tarabilla pensativa (Saxicola torquata) parecía admirar las luces mortecinas de la mañana temprana, mientras nosotros buscábamos un lugar para pasar al medio entre los dos cursos de agua. Entrábamos en los dominios del molino de Tío Venancio, el primero que se encuentra río abajo desde el puente del río Almonte. 


 Capítulo 2. Entre los pastores de árboles del Tío Venancio.  

Una vez ganado el terreno entre el cauce desviado y el río, que según las leyes antiguas es terreno propiedad del molinero, echamos a andar por en medio de lo que se suponía había sido el huerto del Tío Venancio. Los árboles de aquel huerto tenían un diámetro y una altura increíble; parecían ents durmientes, a la espera de un nuevo mago que combatir... Se trataba de una dehesa de fresnos (Fraxinus angustifolia), la cual es bastante infrecuente en Extremadura.  

Yo en el regazo de un primo ibérico de Bárbol



Se podía sentir la vitalidad de aquellos vetustos árboles y recordé una frase del hobbit Merry, en el Señor de los Anillos: "¿Te acuerdas del Bosque Viejo, donde acaban los Gamos? Cuenta la tradición que algo en el agua los empujaba a crecer altos, y a cobrar vida. Árboles que susurran, hablan entre ellos y pueden moverse."

Bosque Viejo del tío Venancio
Mientras atravesábamos aquel estupendo huerto, rodeado de agua por ambos lados, vimos una collalba, creo que gris (Oenanthe oenanthe) enredando entre las ramas de uno de los ents. Pero fue complicado verla claramente, porque era muy esquiva y no queríamos espantarla, ni perturbar a aquellos vetustos habitantes. Casi podíamos sentir el susurro de los árboles. La antigüedad de aquellos pies nos dejaba asombrados a cada paso; el aire que se respiraba casi olía a sagrado, a veneración.  De muchos de los árboles caían verdaderas barbas de líquenes (Pippin habría dicho: "¡Mira todas esas barbas y patillas que se arrastran! Desaliñados. No alcanzo a imaginar qué aspecto tendrá aquí la primavera, si llega alguna vez; menos aún una limpieza de primavera").

Cruzamos una cerca de piedra para poder continuar nuestro camino, ya que el sendero que transcurría junto al río estaba invadida por las zarzas. No tiene mucha pérdida: solo hay que seguir aguas abajo, entre los dos cauces (el del río y el del molino). Un ratito después encontrábamos la primera casa del molino de Tío Venancio (allí en el pueblo, todas las personas con una cierta edad son llamadas con el título "tío" o "tía", independientemente de que exista o no algún tipo de parentesco real).  

En total, había unos cuatro habitáculos; sospechamos que uno sería la cocina, otro la casa, algún tipo de almacén y unas cochiqueras que se conservaban muy bien. Estos eran los módulos "habitables", podría decirse: donde se hacía la vida. 

Cochiqueras del tío Venancio

Si se continua río abajo, podemos encontrar las construcciones del molino propiamente dicho. 

Molino del tío Venancio
Como puede verse, el molino está muy bien conservado. Sólo faltan los tejados, que eran de madera y tejas, y que están derrumbados en su totalidad. No es muy peligroso adentrarse en ellos, si no se toca nada. En la foto de abajo puede verse cómo debería llegar el agua por el cauce de la derecha, girar 90º y entrar en el molino por dos conductos, para mover sendas piedras de moler. 

Disposición del molino del tío Venancio.

Al llegar al molino, nos asomamos desde la terraza natural para ver el río: nuestra sorpresa fue enorme cuando descubrimos a otra pareja de martines pescadores, a tan sólo tres metros por debajo de nosotros; fue intentar sacar la cámara, y desaparecer con su vuelo fugaz y su brillo azul-verdoso. El río allí hacía un remanso y estaba muy calmado. El bosque en galería que nos rodeaba creaba una atmósfera casi mágica.

Entramos en el molino del tío Venancio y encontramos las piedras cubiertas de hojarasca y ripios. Cualquiera diría que estas piedras giraban gracias al movimiento que les transmitía un largo eje, movido por unas palas desde abajo con la fuerza del agua desviada del río que venía por el cauce que veníamos siguiendo. Sólo con ver las dimensiones de la piedra y su peso, y la profundidad hasta la que se introducían los álabes da una idea del estruendo que tendría que haber en aquella habitación, con las dos ruedas de molino girando para hacer harina. Imagino el olor del trigo molido, el sonido del roce piedra-con-piedra, y el estruendo de la fuerza del agua en las acequias, el chirriar de las compuertas de hierro, la actividad del molinero acarreando sacos de grano y de harina, las conversaciones, la luz que entraría por las ventanas... parecían fantasmas de un pasado que realmente, no es tan lejano. Una inscripción en un lucido de una pared tenía garabateado el año 1953. 

Eje visto desde lo alto de la piedra

Álabes semienterrados y el eje que transmitía
 la energía motriz del agua a la piedra del molino

Piedras de molino

Nos sentamos a comer algo y a descansar en la puerta del molino, a la sombra de un árbol-ent que se había vuelto "arbóreo" cantando, o gritando, quién sabe.

Ent cantando

Mientras nos acomodábamos sobre los canchos que afloraban por todos sitios, muchos cubiertos de agradable y blandito musgo, escuché un ruidito que provenía del árbol cantante. Cuando la vi salir, pelirroja, con sus orejas de ratón de dibujos animados, su larga cola peluda y su carita de fisgona, con una expresión descarada que hacía más gracia aún. ¡Se trataba de una Garduña, Martes foina! Rápidamente alcancé la cámara para que le echase una foto, ya que estaba en mejor posición que yo, pero tras mirarnos y olisquearnos, decidió que no quería ser amiga nuestra y se marchó. Tan sólo pudimos conseguir esto: 

Martes foina, garduña.

Lo sé, no es mucho, pero os puedo decir que era una garduña seguro, aunque al principio pensé que era una marta (Martes martes), sin recordar que las martas viven en el norte de la península Ibérica. Además, se supone que es un animal muy adaptable, que no tiene problemas para vivir en ambientes rurales (molinos y ruinas por ejemplo...). 

Fue emocionante. ¡Mi primer mustélido (vivo y salvaje)! A la pobre debimos de despertarla, ya que las garduñas son animales muy nocturnos. Cuando nos asomamos al árbol-ent descubrimos que era parada suya habitual, pues lo tenía bien marcado por todas partes con excrementos y restos de sus presas. 

 Capítulo 3. En busca de las raíces. El Molino del abuelo Teodoro. 


Tras el descanso y la emoción del encuentro con la garduña, continuamos la ruta. En este punto se hace un pelín difícil, ya que no tiene pinta de haber sido transitada desde aquí desde hace mucho, mucho. Matorrales y zarzas cortan un poco el paso aquí y allí, pero se pueden apartar fácilmente, siguiendo el camino de cabras que serpentea junto a la orilla del río. Poco después nos encontramos un cráneo y restos del pelaje y los huesos de un jabalí (Sus scrofa) muy bien conservados, que confirman su presencia por estos parajes junto con los agujeros escarbados que vimos cerca de algunos arbustos, probablemente para buscar tubérculos. 

Mucho más adelante la vegetación se abre. Encontramos la pesquera del abuelo de mi amigo, donde dice que pescaba con redes desde una barquita. Parecía bastante profunda. Me contó que los molineros se ganaban  realmente la vida con el huerto y lo que sacaban del río. 
Tras un trecho que me pareció infinito, vimos el desvío del río hacia el cauce que lo conducía al molino. Cruzamos una pradera donde pastaba un rebaño de vacas que nos miraron un poco antes de seguir a lo suyo, y nosotros nos metimos en el cauce para ir a la sombra de los ents que vivían en el huerto del abuelo Teodoro.  

Pronto encontramos las casas. Había un chozo redondo, en cuyo interior aún sobrevivían los restos de una chimenea, incluso con una sartén colgada, una carretilla y algunos útiles que me hicieron sentir la presencia de los antiguos habitantes del molino. Miré a mi alrededor y admiré el paisaje. Verdaderamente me hacía sentir pequeña. Las colinas estaban cubiertas de una dehesa asalvajada entre la que se veía asomar enormes canchos de piedra caliza. No  se veía una torre de luz en ninguna parte del horizonte. No se escuchaba ni siquiera el rumor de la carretera. No había basura de domingueros (tan omnipresente en nuestros campos, por desgracia). Y no había ni rastro siquiera de los rastros de los aviones en el cielo. 

Tan solo se escuchaba el piar de los pájaros, el viento en las copas de las encinas y el chirriar de algunos saltamontes. Me imaginé que aquél paisaje era el que veía todos los días al levantarse la madre de mi amigo, inmutable, con una hermosura que me dejaba sin palabras y sin respiración.




He tardado muchos años en darme cuenta de que esta tierra tiene una belleza indómita; he tardado en aceptar que precisamente este aislamiento es el que ha permitido conservar todos estos paisajes, aún por descubrir, pero que no te dejan nunca indiferente. 

Parte del tejado aún se sostenía sobre las vigas de madera, pero el interior estaba intransitable. 

Mucho más lejos, el cauce se alejaba tanto de río, que la presencia de éste sólo se adivinaba por los zarzales que había al pie de la colina. Llegamos al molino del abuelo Teodoro, un poco más humilde que el de su vecino, pero también bastante bien conservado. Descansamos allí de nuestras 5 horas andando (aunque a la vuelta cubrimos el mismo camino en hora y media, a buen ritmo). Habíamos ido despacito, fotografiando mucho y parando para observar la fauna y la flora, los paisajes, el río... 

En el molino aún podían adivinarse las dos piedras bajo la fusca y las hierbas, pero no se podía entrar apenas. Todos los cascotes del tejado y montones de ripios llenaban la habitación.  
Piedra de molino del abuelo Teodoro

Aliviamos nuestros pies en el río fresquito y descansamos mientras veíamos una pelea entre dos cangrejos americanos (Procambarus clarkii). A pesar de que ésta es una especie exótica invasora, estos cangrejos han sido la salvación de las poblaciones de nutria y de limícolas y zancudas en España; todo el camino que habíamos seguido estaba lleno de sus excrementos y de restos de cangrejos secos y blanquecinos por el sol. 

Mi amigo recordaba haber estado allí muy pequeño, de visita con sus padres. Se le veía muy contento y entusiasmado, al poder recobrar aquella ruta y aquellos recuerdos. Allí habían vivido sus abuelos y su madre, conocida en el pueblo como la Molinera, no hace tanto tiempo. 

Entre aquellas encinas habían pasado parte de su vida, personas conocidas y queridas, personas reales, con rostros. No es un pasado tan pasado. Pero parece que hace siglos que ocurrió todo esto. Ahora el tiempo corre mucho más deprisa; la vida es ajetreada, no te da tiempo a ver lo que ocurre a tu alrededor, ni casi a comprenderlo. Pero la tranquilidad de aquellos tiempos se ha conservado en estos parajes, y podemos recuperarla emboscándonos, como dice Joaquín Araújo, disfrutarla en la soledad de esta belleza, visitando este Valle Largo.